El gran salto económico
La democracia y la entrada en Europa han transformado profundamente a España, que llegó a convertirse en la octava potencia del planeta en 2007
España se mira en el espejo de la economía y no se reconoce. El cambio ha sido absoluto. Y la prosperidad evidente. En 2007 éramos la octava potencia del planeta. Sin embargo el pasado no siempre ha sido tan generoso. A lo largo de la historia ha suspendido pagos 13 veces. La última vez cuando Franco se negó a respaldar la deuda de la Segunda República. De no ser por el Plan de Estabilización de 1959 (“que el dictador aceptó de mala gana para evitar el impago de varios préstamos de bancos estadounidenses”, recuerda Guillermo de la Dehesa, presidente de honor del Centre for Economic Policy Research, de Londres), el país hubiera vuelto a esas andadas. Entonces, economistas como Enrique Fuentes Quitana o Luis Ángel Rojo pusieron cordura en el desvarío y lograron que, al menos, la oxidada maquinaria franquista cambiara algo. Los ingresos del turismo y las remesas de los emigrantes ayudaron en la tarea. Porque cuando el general muere en 1975 el legado era sombrío. “Lo único bueno que se heredó del franquismo fue una economía que había dejado de tener una base agraria y se iba, poco a poco, industrializando; el resto fue un desastre”, reflexiona Mauro F. Guillén, director del Lauder Institute de la Wharton School.
Los precios del petróleo estaban intervenidos, apenas se recaudaba vía impuestos (no había un sistema impositivo como tal, de hecho, ni existía el IRPF), el paro se aliviaba obligando a tres millones de españoles a emigrar y los salarios eran bajos. Eso sí, a cambio la dictadura “garantizaba” el puesto de trabajo de por vida. Era una forma de evitar las revueltas sociales y la oposición al régimen. Sin embargo, el empeño de envolver al país en una burbuja fracasó. La inflación superaba el 25%, el presupuesto y la balanza de pagos estaban en números rojos y la prosperidad flotaba en el limbo. En el exterior, la crisis energética mundial dejaba un crudo cada vez más caro y a muchos emigrantes españoles sin la posibilidad de regresar a casa.
En un país en estado catatónico, el 22 de noviembre de 1975 Don Juan Carlos es proclamado rey y dos años después, con el Gobierno democrático de UCD, se firman los Pactos de la Moncloa. Es el 27 de octubre de 1977 y la rúbrica supone una de esas contadas ocasiones en las últimas décadas en la que España —con natural tendencia cainita— fue capaz de ponerse de acuerdo consigo misma. El otro gran pacto llegará años más tarde, en 1985, con la entrada en la Comunidad Económica Europea (CEE). Pero entonces, a finales de los setenta, la máquina de fabricar billetes se frena, el gasto público se contiene y los sindicatos aceptan la limitación salarial para los trabajadores. “A partir de este momento los sueldos se fijarán en función de la inflación futura y no, como hasta entonces, de la pasada”, relata José Ramón Pin, profesor del IESE. Desde esa fecha el coste de la vida dibuja “una trayectoria descendente hasta alcanzar un mínimo en diciembre de 1998”, puntualizan en el Instituto de Estudios Económicos (IEE).
Pero no nos adelantemos. Al comienzo de la década de los años ochenta España, y su macroeconomía, mira a Europa. Ese es el objetivo. En 1982 el PSOE gana las elecciones con mayoría absoluta y en diciembre devalúa la peseta. Con esta dolorosa estrategia (supone empobrecer el país y se utilizó 11 veces hasta 1995), el saldo exterior en 1984 y 1985 ya tiene signo positivo y el PIB crece a tasas del 1,4%. Justo ese último año España vive el que algunos expertos consideran que es el momento más importante de la historia económica del país en los últimos cien años. “La entrada en el Mercado Común [hoy Unión Europea] representó la bocanada de competencia y liberalización que necesitaba nuestra economía”, argumenta Jordi Gual, director de La Caixa Research. “Se moderniza el tejido productivo, las finanzas públicas se estabilizan y hay obligación de acometer reformas estructurales”.
Desde luego tiene un coste social. La reconversión y un proceso de privatizaciones (que será el germen de muchas de las actuales multinacionales) encuentran una fuerte contestación en la calle y en la propia bancada socialista. Sin embargo, el movimiento resulta imparable. Comienzan cinco años (1984-1989) de cierta bonanza en lo micro y lo macroeconómico. En un ambiente de crecimiento internacional y precios bajos del petróleo, la política monetaria restrictiva española logra que la inflación caiga al 5% y que los tipos suban. Algo que atrae al capital extranjero.
Hasta aquí la historia conocida de esos años ochenta. Pero ¿y si la hubiéramos podido cambiar adelantando, digamos, la entrada en Europa? ¿Qué país seríamos? “Si Franco hubiese fallecido en, por ejemplo, 1962 y la Transición hubiera desembocado en algún tipo de democracia, lo más verosímil es que España se hubiese incorporado antes y con ello hecho valer sus intereses económicos en los momentos en los que despegaban las políticas comunitarias más modernas. La situación, por muy especulativa que pudiera ser, resultaría mejor que la que nos dejó en herencia el general”, enfatiza el economista, diplomático e historiador Ángel Viñas.
Una brecha ‘made in Spain’
Pese al crecimiento económico, España no ha podido nunca equiparar su nivel de bienestar y su riqueza al que disfrutan las naciones más avanzadas. “El PIB per cápita en España es un 60% del que se observa en Estados Unidos y un 80% del que registran las ocho economías más ricas de Europa. Ambos niveles son similares a los que se dieron a finales de los años setenta”, reflexiona Miguel Cardoso, economista jefe para España de BBVA Research. Conseguir esta convergencia es un reto que pasa por rebajar la tasa de paro. “Bajar el desempleo a niveles parecidos a los que tienen nuestros principales socios comerciales reduciría la brecha en términos de PIB per cápita a la mitad”, calcula Cardoso. Algo que tiene que ir parejo a una mejora de la productividad.
Quizá la variable macroeconómica más dolorosa sea el tiempo perdido. A pesar de todo, los años noventa es un decenio de prosperidad que concluirá súbitamente a finales de 2000, cuando el crash financiero y el estallido de la burbuja inmobiliaria desmoronan todo lo que parecía sólido. En aquel entonces la tasa de paro, que a mediados de 1994 andaba en el 25%, empieza a caer. El PSOE y después el PP inician una política de contención del gasto público como objetivo innegociable para entrar en 1999 en la moneda única. Y los fondos estructurales europeos (“en 2020 habrán llegado ya a los 200.000 millones de euros”, recuerda Agustín Ulied, profesor del departamento de Economía de ESADE) empujan las infraestructuras, los salarios y el empleo.
Sin embargo era una realidad distorsionada, que ni siquiera salvó la adopción del euro. El historiador económico Jordi Maluquer de Motes ha analizado el PIB real del país y sus números —desmenuzados en el suplemento ‘Babelia’ por Guillermo de la Dehesa—retratan esa imagen borrosa. “Entre 2000 y 2013 [la riqueza real] creció un 1,44%, pero solo al 0,28% por persona. Y en el periodo 2007-2013 cayó un 7,2%, la segunda mayor recesión desde el descenso del 30% de la Guerra Civil”, escribe De la Dehesa. Porque la historia macroeconómica de este decenio suena familiar: explosión de la burbuja inmobiliaria, elevadísimas tasas de paro (sobre todo juvenil), una economía con baja inflación y un aumento de la inequidad. Entre tanto, en términos de paridades de poder de compra (PPP), en 2012 el PIB por habitante de España seguía por debajo del italiano y por encima del portugués. Poco extraña que Jordi Gual sostenga que la “entrada de España en el euro se salda con un empate entre años buenos y malos”.
Pese a los sobresaltos, nadie duda tampoco del cambio profundo de la economía en estas últimas décadas. “La industria pública, por ejemplo, ha pasado de ocupar un espacio central a uno residual. De hecho, mientras la participación del Estado en empresas cotizadas suponía el 17% de la capitalización del Ibex en 1992, durante 2010 apenas superaba el 1%”, apunta Avelino Vegas, profesor de la Escuela de Organización Industrial (EOI). A lo que se suma que “España recibió, antes de la crisis, unos 30.000 millones de dólares en inversión directa extranjera”, detalla José Luis Martínez, economista jefe de Citi. Todo un logro para una tierra que venía de la autarquía.
Pero si estos 40 años dejan una lección en lo económico es el valor del consenso. España, en el sentido más integrador, fue capaz de ponerse de acuerdo tres veces. En la necesidad del advenimiento de la democracia, en los Pactos de la Moncloa y en la entrada en Europa. Las tres decisiones cambiaron para siempre y para bien su futuro. Porque quizá, como en el cuadro de Genovés, el gran éxito macro y microeconómico de este complejo país haya sido el abrazo.
El drama inconcluso del paro
El éxito de la economía española ha chocado de forma pertinaz contra dos muros en los últimos 40 años: la falta de competitividad —que los sucesivos gobiernos intentarán aliviar a través de diversas devaluaciones de la peseta— y una elevada tasa de desempleo. La sensibilidad a esta variable es tan fuerte que “en todas las recesiones que ha sufrido España el paro ha superado un 20%”, apunta el economista José Carlos Diez. Sin duda es el fracaso más evidente de la economía española en cuatro décadas, y las causas son viejos conocidos. “Una estrategia económica basada en el ladrillo y el turismo en vez de en la educación, la innovación y la tecnología; el pinchazo de la burbuja inmobiliaria; el rígido mercado laboral heredado del franquismo y la duración excesiva, siete años, de la crisis”, desgrana Mario Weitz, profesor de ESIC y consultor del Banco Mundial.
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